Una anciana pidió un taxi, cuando el taxista sabe a dónde quiere ir se queda helado

Es normal que un taxista tenga miles de historias para contar, pues su trabajo lo hace tener contacto con miles.

De personas y cuando vamos en carretera es normal que para no aburrirse se forme al menos una conversación pequeña.

Sin duda, este trabajo deja experiencias muy poco comunes y el taxista se puede encontrar con casos curiosos o lugares extraños a los que tiene que llevar a su cliente.

Puede que el trabajo no sea tan excéntrico cuando se trata de un pueblo, pero si pensamos en un taxista de New York, la historia cambia.

En este caso tenemos a un hombre que tuvo que atender el llamado de un cliente, pero no sabía lo que le esperaba al acudir a la casa de la mujer que llamó. Sigue leyendo para que leas la historia que el mismo taxista compartió.

Mira lo que sucedió cuando el taxista atendió el llamado de esta anciana

El taxista pensaba que era solo otro cliente más, pero al tocar el claxon frente a la casa tuvo que bajarse del carro a ver de qué se trataba. Todo lo que ocurrió después lo tuvo que compartir el mismo porque es algo que no le ocurre a cualquiera. Lee la historia a continuación:

«Me llamaron para ir a una dirección. Como de costumbre, toqué el claxon cuando llegué, pero nadie salió a mi encuentro. Volví a hacerlo sonar, pero aun así nadie apareció. Empecé a impacientarme, era mi última llamada de ese día y estuve a punto de marcharme, pero decidí quedarme. Cuando llamé al timbre, oí una frágil vocecita que decía: ‘Un momento, por favor’.

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Pasó un tiempo hasta que la puerta se abrió y, por fin, pude ver a la persona que se escondía detrás: una pequeña anciana. Debería de tener al menos unos 90 años y tenía una pequeña maleta en la mano. Ahora que la puerta estaba abierta, podía ver su apartamento y lo que vi me sorprendió mucho.

Parecía como si nadie hubiera vivido allí desde hacía mucho tiempo. Los muebles estaban cubiertos por sábanas y las paredes estaban totalmente desnudas, no se veía ningún reloj, ningún cuadro, nada. Lo único que vi fue una caja llena de fotos y recuerdos en una esquina. ‘Por favor, jovencito, ¿me podría ayudar a llevar mi maleta hasta el auto?’, preguntó la anciana. Agarré la maleta y la puse en el maletero.

Después volví, tomé a la anciana del brazo y la acompañé hasta el auto. Me dio las gracias por mi ayuda. ‘No me las dé’, le dije. ‘Trato a todos mis clientes como trataría a mi madre’. La mujer sonrió y dijo: «Oh, eres muy amable». Se metió en mi taxi, me dijo la dirección a la que quería que la llevara y me pidió que no tomara el camino por el centro. ‘Pero esa no es la ruta más corta. En realidad, daremos un rodeo enorme», le advertí. ‘Está bien. No tengo prisa’, contestó. Y añadió: ‘voy camino del hospicio’.

Me quedé sorprendido cuando dijo eso. ‘Un hospicio es un sitio donde la gente va a morir’, pensé. ‘No dejo ninguna familia atrás’, dijo la mujer de forma calmada. ‘El doctor dijo que no me queda mucho tiempo’. En ese momento apagué el taxímetro. ‘¿Qué ruta quiere que siga?’, pregunté.

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Las siguientes dos horas las pasamos conduciendo por la ciudad y me mostró el hotel donde trabajó como recepcionista. Fuimos a muchos lugares diferentes. Me mostró la casa donde ella y su marido vivieron cuando eran jóvenes, y el estudio de danza al que fue cuando era pequeña.

En algunas calles me pidió que condujera muy despacio y miraba por la ventana como un niño curioso sin decir una sola palabra. Paseamos a través de la noche hasta que la anciana al final dijo: ‘estoy cansada.

Ya podemos ir hasta mi destino’. Ninguno de los dos dijimos una palabra mientras conducía hacia la dirección que me había dado. El hospicio era más pequeño de lo que me había imaginado.

Cuando paré el auto, dos enfermeras vinieron a recibirnos. Sentaron a la mujer en una silla de ruedas y yo llevé su maleta. ‘¿Cuánto te debo por el viaje?’, me preguntó mientras rebuscaba en su bolso. ‘Nada,’ le contesté. ‘Pero tú tienes que ganarte la vida’, dijo ella. ‘Otros pasajeros vendrán’, le dije sonriendo.

Sin pararme a pensar, le di un fuerte abrazo y ella me agarró un momento. ‘Has hecho muy feliz a una anciana mientras da sus últimos pasos. Gracias’, dijo mientras empezaban a caer lágrimas de sus ojos. Tomé su mano como despedida y me marché.

Aunque mi siguiente turno ya había empezado, me encontré conduciendo sin rumbo por la ciudad. No quería ver ni hablar con nadie. ¿Qué habría pasado si no hubiera aceptado esa llamada? ¿Qué habría pasado si me hubiera marchado después de hacer sonar el claxon la primera vez? Cada vez que pienso en aquella noche, creo firmemente que esta ha sido una de las cosas más importantes que he hecho en mi vida.

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En nuestras frenéticas vidas siempre nos fijamos en los momentos grandes, pomposos. Más grande, más rápido, más lejos. Sin embargo, creo que son los momentos tranquilos y los gestos pequeños los que de verdad cuentan en esta vida. Debemos tomarnos un tiempo para disfrutarlos. Debemos ser pacientes y esperar un rato antes de empezar a tocar el claxon. A lo mejor entonces podremos ver lo que de verdad importa».

Sin duda esto es algo que te da tiempo para reflexionar y darse cuenta que las mejores cosas de la vida a veces son las más sencillas. Comparte esto y danos tu opinión.

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